El peligro de la belleza

¿Se puede permanecer inmune a la belleza? Hay quien afirma que no. De hecho, hay casos constatados que demuestran que la acumulación de belleza puede elevarnos el ritmo cardíaco, provocarnos vértigos y palpitaciones e, incluso, llevarnos al borde de la alucinación. Todos estos síntomas se han asociado a lo que se ha dado en llamar el “síndrome de Stendhal” o “síndrome de Florencia”.
Desde que fuera descrito por la psiquiatra italiana Graziela Magherini, hablamos de síndrome de Stendhal cuando hablamos de los efectos que la contemplación de la belleza causa en aquellas personas que son especialmente sensibles a ella. No importa que Magherini, al acuñar el término, lo hiciera basándose en los efectos causados por la contemplación de tantas obras de arte como se reúnen en la capital de la Toscana. Nosotros ya lo hemos reservado para la belleza en general. Y, al reservar el término referido a algo más que a la contemplación de las obras de arte que pueden acumularse en un pasillo de la Galleria degli Uffizi, asumimos algo que no podemos negar, y es que nos sentimos en cierto modo afectados por síntomas semejantes a los de dicho síndrome cuando, con delectación y sin prisas, nos detenemos a contemplar la belleza de mujeres como Olga Kurylenko, Charlize Theron, Adriana Lima o Monica Bellucci.

Al mirar a esas mujeres a las que hemos ido honrando en diversos momentos en esta sección, sentimos cómo nuestro ritmo cardíaco se acelera y cómo se apodera de nosotros el vértigo del deseo. Gracias a esa experiencia podemos sumarnos a la lista de todas aquellas personas que alguna vez han afirmado que no se puede permanecer inmune a la contemplación de la belleza. La belleza deja en nosotros una huella. Eso debería bastar para respetarla. Eso debería bastar para intuir que puede encerrar un peligro. Ese pensamiento, que se vuelve casi ofensivo cuando uno se enfrenta a la mirada casi virginal de bellezas como Anne Hathaway, Dakota Johnson o Liv Tyler, se vuelve más justificado y normal cuando enfrentamos la mirada de alguien como Megan Fox, Blanca Suárez o, en este caso, Olivia Wilde.

Mirada de serpiente

Nos enfrentamos a la belleza de Olivia Wilde sabedores de que tenemos todas las de perder contra ella. Adoramos lo estilizado de su cuerpo, queremos acoger en nuestras manos la precisión exquisita y menuda de sus pechos, intuimos unos pezones que, como diamantes, podrían cortar, sin apenas proponérselo, el cristal de la más pura inocencia, y, mientras adoramos todo eso, mientras adoramos el cuerpo desnudo de Olivia Wilde, mientras imaginamos las mil y una posturas que podría adoptar Olivia Wilde follando, mientras convertimos a Olivia Wilde desnuda en la escultura que querríamos ver en el salón de nuestra casa, sentimos el estremecimiento de enfrentarnos a su mirada.

En los ojos de Olivia Wilde encontramos la mirada del áspid. Como cuando éste sale de su cesta y baila al compás de la flauta del encantador de serpientes, Olivia Wilde nos embelesa con la sinuosidad de su cuerpo juncal, la finura de su piel, el leve y casi despreciativo fruncimiento de sus labios y, por, supuesto, con la enigmática frialdad de su mirada.

Sí: como diría aquel fantástico escritor de novela negra que fue Francisco González Ledesma, refiriéndose al protagonista principal de sus novelas, el desencantado y prematuramente envejecido y melancólico inspector Méndez, Olivia Wilde tiene la mirada de la serpiente. De la serpiente vieja, para ser más exactos. Difícil no sentirse hipnotizado por ella. Difícil no sucumbir a su atracción letal. Difícil no entregarse a los caprichos de una mujer que, consciente de su belleza, nos mira como deben mirar las diosas: sabiéndonos poca cosa, apenas una molestia de moscones a los que deben soportar en pago y agradecimiento por los dones recibidos por la madre Naturaleza.

Belleza made in NYC

En Olivia Wilde encontramos la sofisticada belleza de la neoyorquina guapa que mira al mundo desde la atalaya que le concede el ser hija de una de las ciudades más cosmopolitas del mundo. Una belleza acariciada por los vientos que llegan desde el Hudson o el East River, una belleza que ha madurado a la sombra de un árbol de Central Park y que ha sido acariciada por los rayos de un sol que, escapando a la trampa de ese maravilloso bosque de rascacielos que es Manhattan, la ha acompañado en todo momento en sus paseos por Park Avenue, por la Quinta Avenida, por Broadway o por cualquiera de las calles del Village, no puede ser sino una belleza casi inalcanzable y fría como sólo puede serlo una noche de invierno en el puente de Brooklyn.

Por eso resulta imposible mirar a Olivia Wilde sin recelo. Así como en el caso de otras bellezas que aquí han sido honradas el deseo se vuelve incontenible, en el caso de Olivia Wilde, el deseo, para serlo hasta las últimas consecuencias, debe obviar todo tipo de prudencia y de resabio. Sólo aceptando de antemano que el placer recibido de alguien como Olivia Wilde será finito podríamos olvidar nuestras prevenciones y disfrutar de su cuerpo como merece.

Claro que también podríamos enloquecer y plantearnos como un reto el derribo de esa frialdad calculadora y casi castrante que parece anidar en la mirada de Olivia Wilde. Para ello deberíamos reforzar nuestra autoestima y armarnos anímicamente. Sólo así, con los machos apretados y la moral a prueba de bomba, podremos enfrentarnos a un desplante, a un desprecio, a una mirada que nos repase de arriba abajo, a un sonrisa que, con aires de suficiencia, especificase bien a las claras la conciencia del poder sobre nosotros de esa belleza neoyorquina que nos ha hecho concebir sueños de contenido inequívocamente sexual cuando la hemos visto lucir en títulos como Rush, La huida, Cowboys & Aliens, Alpha Dog, Her o aquellos maravillosos capítulos de la serie House en la que la vimos interpretar a la bisexual Doctora Hadley.

Sólo así, armados de ese valor y olvidando la hipnosis de su mirada de áspid, podremos cumplir nuestros sueños: acariciar los pechos de Olivia Wilde, lamerlos, besar sus labios, separar sus piernas, hundir nuestra boca en su entrepierna, entrar (¿por qué no?) en su culo… Para eso son los sueños, ¿no? Para soñar lo que siempre quisimos hacer, para proyectar nuestros deseos, para practicar, aunque imaginariamente, nuestras prácticas eróticas más deseadas. Para gozar, al fin y al cabo.

Para convertir esos sueños en realidad bastará con llamar a cualquiera de las escorts que se anuncian en girlsbcn.com. En ellas nada es frío. Ni la mirada ni, por supuesto, el trato. En sus manos nos sentiremos en la gloria y con ellas experimentaremos los placeres con los que siempre soñamos al contemplar fotografías como éstas que ahora te enseñamos de Olivia Wilde.

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