Los lejanos orígenes de San Valentín

No lo inventó El Corte Inglés, no, por mucho que El Corte Inglés, al igual que muchos otros grandes almacenes y tiendas de todo tipo, se hayan beneficiado económicamente de su existencia. El día de los enamorados, el día de San Valentín, es, como algunas otras fiestas católicas, la adaptación sacra de una fiesta pagana. O, dicho de otro modo, la fiesta con la que la Iglesia Católica intentó, siglos atrás, contrarrestar una fiesta pagana. La contraprogramación, vamos.

Se dice que San Valentín fue un obispo que fue ejecutado un 14 de febrero por no querer renunciar al cristianismo y por casar en secreto a soldados romanos cuando dicha práctica estaba expresamente prohibida por el emperador Claudio II. Al escoger la fecha del 14 de febrero para celebrar el memorial de un personaje de existencia discutida (casi todas las leyendas que se crearon sobre el santo fueron creadas durante la Edad Media y fue en esa época cuando empezó a asociarse el nombre de Valentín con el concepto del amor), lo que la Iglesia conseguía era “sacralizar” una fiesta que se venía celebrando en la Antigua Roma cada 15 de febrero y en la que el amor, entendido en su concepción más carnal y ligada a los deseos y a su satisfacción, era el gran protagonista. Dicha fiesta era la fiesta de las lupercales.

El nombre de las lupercales deriva de lupus, esto es, de “lobo”. El lobo, en la mitología romana, representaba a Fausto Luperco. Fausto Luperco era a la mitología romana lo que el dios Pan había sido a la griega. O sea: era el dios de la fertilidad y la sexualidad masculina. Así, en la festividad que se celebraba en su honor, las lupercales, la sexualidad desempeñaba un papel fundamental.

La leyenda de Rómulo y Remo

Las lupercales nacen, como tantas fiestas, de una leyenda. En este caso, la leyenda tenía que ver con los orígenes mismos de Roma. Alba Longa era una ciudad que había fundado el hijo de Eneas. Amulio, celoso, destituyó a su hermano como legítimo rey de Alba Longa y se hizo con el poder. Instalado en él, mandó asesinar a los hijos de su hermano y encerró a Rea Silvia, la hija de aquél, en un templo. Allí, Rea Silvia debía ejercer de sacerdotisa, renunciando por siempre a tener descendencia. Amulio no contó con la intervención de los dioses. Y es que Marte, dios de la guerra, se enamoró de Rea Silvia. De sus relaciones nacieron dos hijos. Esos dos hijos fueron Rómulo y Remo. Amulio, al saber del nacimiento de los hijos de su sobrina, ordenó la muerte de quienes, en el futuro, podían convertirse en sus rivales. El hombre encargado de asesinar a los pequeños se vio incapaz de asesinarlos y los dejó abandonados en el río Tíber. Fue allí donde los recogió Luperca, la famosa loba, que fue quien los amamantó y cuidó. Cuando crecieron, Rómulo y Remo volvieron a Alba Longa para matar a Amulio y reponer en el trono a su abuelo, que había permanecido encerrado desde el golpe de estado de Amulio.

Transcurridos unos años, las mujeres estériles proliferaban en el Lacio, la región en la que se hallaba Alba Longa y en la que se emplazaría la futura Roma. Rómulo y Remo consultaron al oráculo de la diosa Juno qué se podía hacer para revertir aquella situación. El oráculo respondió que las mujeres del Lacio debían ser fecundadas por un macho cabrío velludo. Éste es el origen más directo y la explicación que se ha dado a las lupercales.

A raíz de la respuesta del oráculo de Juno se decidió crear un cuerpo especial de sacerdotes que, elegidos anualmente el 15 de febrero entre los adolescentes, se encargaban de participar un ritual especial y consistente en sacrificar un perro y un macho cabrío. Con la sangre de esos animales se marcaba la frente de los elegidos. Éstos recibían el nombre de loberos o Luperci y, desnudos o tapados apenas con la piel de los animales sacrificados, recorrían los alrededores del monte Palatino (se dice que fue allí donde Rómulo y Remo fueron amamantados por la loba Luperca) y se dedicaban a golpear con una correa realizada con los restos del carnero a los que encontraban a su paso. Según la tradición romana, el ritual de las lupercas servía para aumentar la fertilidad de las mujeres. Éstas, ansiosas de ser fértiles, se acercaban a los loberos para ser golpeados (se cree que suavemente y de manera festiva) por éstos.

Los hombres también eran golpeados durante las lupercales. Y también ansiaban serlo. Según la tradición, los golpes dados por los luperci eran golpes purificadores. Gracias a aquellos golpes, los romanos podían entrar “puros” en el nuevo año que, según el calendario de la época, se iniciaba en marzo.

De niña a mujer, de niño a hombre

En cierto modo, lo que las lupercales, más allá de la leyenda, simbolizaban y escenificaban era la entrada en la edad adulta y, por tanto, en el universo de las relaciones sexuales de los adolescentes. Hay autores que han interpretado las lupercales como una fiesta en la que se pretendía vencer el “miedo a la sexualidad” o, dicho de otro modo, el “miedo a la primera vez”. Gracias a las lupercales, el hombre puede perder el miedo a no dar la talla, a ser incapaz, a “no poder cumplir con el ritual de la fertilidad”.

La carrera de los luperci por las calles de Roma era una carrera desbocada. Durante ella, los luperci proferían insultos y obscenidades. Pero… ¿qué sucedía tras la carrera?, ¿qué pasaba tras aquella especie de carnavalada? Pues que, al parecer, había banquetes y, sobre todo, sexo. Las orgías (o, si lo preferís, los ritos orgiásticos) adquirían un protagonismo estelar dentro de las lupercales.

Éstas, de alguna manera, coincidían en el tiempo (¿o formaba todo parte de la misma fiesta?) con las fiestas que los romanos celebraban en honor de Juno Februata, diosa de las purificaciones. Estas fiestas, al parecer, se celebraban entre el 13 y el 15 de febrero. Hay quien dice que en estas fiestas se escribía el nombre de las mujeres y se guardaban en una caja. La extracción de esos nombres serviría a los hombres para conocer cuál iba a ser su compañera sexual en una especie de ritual en el que cada cual podría convertir en realidad sus sueños más turbios. Hay fuentes que afirman que, en lugar de nombres, lo que se guardaba en la caja eran prendas de ropa femenina. Sacar una prenda femenina implicaba poder solazarse sexualmente con su propietaria.

Fue el Papa Gelasio I quien prohibió las lupercales en el año 494 d C. Para garantizar que éstas se diluyeran en el olvido, se instauró la festividad de San Valentín. Siglos después sería otro papa, Pablo VI, quien consideró que la festividad de San Valentín no debía celebrarse como tal y que San Valentín, si acaso, debía ser un santo sin onomástica. Obviamente, todo eso no ha importado ni a El Cortes Inglés, ni a Tous, ni a la FNAC, ni a Cartier, ni a Chanel, ni a…