Lo que la verdad esconde

La historia del pop y del rock está llena de encuentros eróticos entre el líder de un grupo musical y alguna de sus groupies. Que algunos de esos encuentros acabaran en embarazo y posterior alumbramiento de un hombre o una mujer que deben su alianza a la triple alianza entre el sexo, la droga y el rock and roll forma parte, también, de dicha historia. La protagonista de este post es fruto de una experiencia así.

Allá por octubre o noviembre de 1976, Steven Tyler, líder y vocalista de la banda de rock estadounidense Aerosmith, se dio un revolcón con Bebe Buell, exmodelo y cantante estadounidense que, apenas dos años antes, en noviembre de 1974, había sido playmate en la revista Playboy. De ese revolcón es fruto Liv Tyler, la bella actriz neoyorquina que el pasado 1 de julio cumplió cuarenta años y que durante mucho tiempo no supo quién era su padre.

Y es que la buena de Bebe Buell ocultó a la pequeña Liv el nombre de su padre de la misma manera que Obi-Wan Kenobi ocultó al joven Luke Skywalker el nombre del suyo. Quizás Bebe también pretendía, como lo hacía Kenobi, alejar a su hija del influjo maligno de un progenitor que había escogido vivir en el lado oscuro de la vida. Steven Tyler, el padre de la turbadora Liv Tyler, vivió durante buena parte de su carrera profesional enganchado a todo tipo de estimulantes y, ocasionalmente, a la heroína.

Quizás fue eso, ese caminar de Steven Tyler sobre la cuerda floja de la drogadicción, lo que impulsó a Bebe Buell a ocultar a su hija el nombre de su padre. O quizás fue otra cosa. Quién sabe. Como suele decirse, cada pareja es un mundo y lo que pasa en cada pareja sólo lo sabe ella. El caso es que Bebe Buell hizo que Liv Tyler creyera durante diez años que su padre era el también músico Todd Rundgren. Durante esos diez años, Liv Tyler fue Liv Rundgren.

Que las niñas de diez años no deben acudir a según qué sitios es algo que cualquier persona debería saber. Un concierto de Aerosmith no parece, en principio, el lugar más indicado para que acuda una niña de diez años. El caso es que ella acudió. Quizás a Bebe le pesaba la mentira. O quizás a Bebe le gustaba jugar con fuego. ¡Quién sabe! Lo cierto es que Liv acudió a ese concierto y que, en presencia de Steven, descubrió ciertos parecidos físicos entre aquel roquero amigo de mamá y ella misma. Esos parecidos físicos se volvieron casi evidencia cuando Liv Tyler tuvo delante a a Mia, la única hija hasta entonces reconocida de Steven Tyler. El caso es que Liv preguntó y que la verdad, por fin, le fue confiada.

Cuando pensamos en ti, Liv Tyler, pensamos en aquel momento, en el instante en que por fin supiste la verdad respecto a tu genealogía, y nos preguntamos cómo, después de haberte sabido engañada durante toda una década, pudiste conservar la inocencia que tus ojos transmiten. Lo normal hubiese sido que en esos ojos se hubiera instalado la sombra siempre grave de la desconfianza. Lo normal es que la mirada se te hubiera vuelto esquinada, que el recelo hubiera plantado en ella su bandera. Y sin embargo no fue así. En tus ojos, Liv Tyler, anida un algo de fragilidad infantil, un algo de solicitud de caricias, un algo de inmaculado.

Belleza robada

Quizás fue eso lo que vio en ti Bernardo Bertolucci para convertirte en protagonista de Belleza robada, el film que había de servir para rendirnos eternamente a tu belleza. Dos años antes habías protagonizado junto a Alicia Silverstone el vídeo musical de Crazy, una de las canciones de la banda de tu padre.

Bertolucci diría después que la visión de ese vídeo le condujo hacia ti. En Liv Tyler, ha afirmado el director italiano en alguna entrevista, encontró una seriedad que Bertolucci definió como “un aura de Nueva York”. Nosotros, amantes como somos de la gran manzana, no podemos afirmar tanto. O no podemos corroborarlo. No sabemos hasta qué punto Nueva York puede ser definida como una ciudad “seria”. Lo que sí podemos decir es que tú sí lo pareces. Nada en tu belleza nos invita a soñar con un revolcón furtivo y transitorio. Tu belleza es una belleza a la que hay que ver madurar y que exige ser mirada de ese modo. O quizás es que no podemos contemplarte de otro modo porque vivimos aún hoy, tanto tiempo después, bajo el influjo embriagador de haberte visto, deslumbrante e irresistible, en la película de Bertolucci.

Perturbadora, inocente, joven, bella… así perdurarás por siempre en la memoria de todos los que hayan visto Belleza robada. Todos los personajes de la película, todos esos artistas de origen anglófono que se han refugiado en una casa de campo de la Toscana para dar un empujón a sus obras, pululan alrededor tuyo como si tú fueras una luz irresistible y ellos un coro enloquecido de insectos lucífugos superados por el deseo. En tu belleza, Liv Tyler, brilla una naturalidad carente de perversión. Todos, a tu lado, parecen viejos verdes. Tú no los alientas, pero ellos se dejan (nos dejamos) desbordar por la lascivia en tu presencia. El tuyo es el cuerpo que queremos mancillar. Es tu belleza carente de ostentación, Liv Tyler, la que nutre nuestra lujuria desesperada y decadente.

Difícil no sentirse sucio al hablar de ti en esos términos. Difícil no autocontemplarse como un corruptor irredento cuando se sueña con Liv Tyler desnuda, con Liv Tyler follando, con Liv Tyler ejecutando soberbias felaciones con esos labios en los que caben todos los sueños lascivos del mundo. Difícil no sentir un leve sonrojo cuando se te sueña desnuda y abierta, caliente y ofrecida, entregada al cumplimiento de todos nuestros deseos con la sumisión siempre excitante de quien poco a poco va saliendo de la crisálida de su timidez.

Acabas de cumplir los cuarenta, Liv Tyler, pero para nosotros siempre serás Lucy, aquel oscuro objeto del deseo al que diste vida en Belleza robada. Hace apenas unos días que tu padre vino a nuestra ciudad para actuar con su banda en un festival de rock. Allí estuvo él, regresado de tantas batallas, desgranando los éxitos de Aerosmith. Sigue sus pasos, Liv Tyler, y visítanos. No albergamos grandes sueños. No soñamos con compartir tu lecho. Somos gente humilde y hay sueños a los que hay que renunciar para no volverse locos de decepción. Nosotros, que sueños tan lúbricos hemos albergado en otras ocasiones, sólo aspiramos en este caso a estar frente a ti y a mirarte como te miraban aquellos artistas que, en aquella casa de campo en la Toscana, apuraban sus días deslumbrados por tu belleza, enfrentados cara a cara con su propia nimiedad.