La voz del barrio

El barrio es, todo él, un estallido de alegría. Felisa, la de la panadería, cuenta una y otra vez a quien quiera oírla lo simpática que Cristina ya era de niña cuando acudía con su madre a comprar el pan. “Era como un cascabel. Siempre tenía una sonrisa en los labios. Si os dais cuenta, esa sonrisa la sigue conservando. Yo creo que ése es su mayor encanto. Y su vitalidad. ¿A vosotros no os contagia ganas de vivir? A mí, qué queréis que os diga, se me cae la baba cuando la veo”.

Su profesor de matemáticas, el mismo que hace poco más de una década le daba clases en el instituto, cuando se le pregunta sobre ella recuerda, sobre todo, la mirada. “La suya era y es una mirada de chica lista. Era una adolescente encantadora, una de esas jóvenes que a todo profesor le gusta tener entre sus alumnas. Un día me lo dijo bien claro: ‘yo quiero hacer Administración y Dirección de Empresas’. Después me enteré de que consiguió licenciarse en eso. Y todo ello mientras andaba haciendo de modelo por ahí. También me dijeron que se diplomó en Turismo. Era, sin duda, una chica que sabía lo que quería”, dice el profesor, y su mirada escapa, melancólica, más allá del ventanal, por la extensión de tierra y cemento del patio del instituto y la cancha de baloncesto. Quizás esa mirada chapotea en la ciénaga de los recuerdos recordando el placer que siempre suponía el llegar por las mañanas al aula y encontrarse, en primera fila, con aquella mirada tan grande como luminosa que, ya entonces, la Pedroche tenía.

En el bar de la esquina, mientras tanto, no recuerdan tanto sus ojos grandes, marrones y luminosos de Cristina Pedroche como el vaivén de sus caderas y el bailoteo de sus nalgas y sus pechos al cruzar la calle cuando iba o venía del instituto. En el rincón desde el que se divisa el paso de peatones, en ese mirador privilegiado desde el que se contempla la vida del barrio mientras las cartas caen sobre el tapete y las fichas del dominó repican sobre las mesas de fórmica, un viejo rijoso comenta entre aromas de aguardiente y sol y sombra aquello de que ‘ya os lo decía yo, ya; que esa niña iba para jamona; y vosotros con el rollo ese puritano de que si qué bruto eres, Mauricio, de que si es casi una niña… Pues mirad la niña ahora. Ahí tenéis a toda España babeando por ella. Toda España está ahora mismo hablando de su vestido. ¿Vosotros no le echabais un polvo a la Cristina?’

Al comentario de Mauricio le suceden las risas, los gestos de asentimiento y el cachondeo zumbón del tú que vas a follar, del cuánto hace que no mojas, del ¿aún te acuerdas de cómo se hace? y del sí, anda, sí, follador de boquilla, como no te tomes una Viagra… Y Paco, el dueño del bar, mientras pasa la bayeta por la barra y enciende el lavavajillas, sonríe y pone un poco de cordura a la conversación. “Esa moza ya vuela alto, Mauricio. Ya no es que presente programas de televisión y nos dé las campanadas casi como su madre la trajo al mundo. Es que la Pedroche ya tiene quien la caliente. ¿Tú crees que va a querer algo con un vejestorio del barrio estando como está con el cocinillas ése tan famoso?”

Con el barrio a cuestas

Y ahora, en el bar, las miradas tienen la melancolía resentida de los lujuriosos que no consiguieron hincar el diente a la princesa del barrio, a la bella paloma que consiguió abrir las alas y que ahora vuela otros cielos dejando tras de sí ese polvo de hadas que hace soñar a los mortales más mortales con polvos improbables y noches lujuriosas, con amaneceres desnudos y sexo desprovisto de sofisticaciones, con mamadas maestras y cabalgadas salvajes. El orgullo de la panadera que ve en Cristina Pedroche a la chica del barrio que consiguió triunfar elevándose sobre la mediocridad ufana, bienintencionada y resistente del barrio se convierte en los parroquianos del bar en una envidia un poquito babosa, un poquito resentida.

Y es que, en el fondo, en el fondo, pese a todo su éxito, pese a todo su ir de Madrid a Londres (donde su marido, el famoso cocinero Dabiz Muñoz, tres estrellas Michelín gracias a su trabajo en el restaurante Diverxo, ha abierto un restaurante low cost) y de Londres a Madrid, Cristina Pedroche sigue pareciendo una guapa, sana y desenfadada chica de barrio, y por eso los chicos del barrio no acaban de entender por qué no los eligió a ellos en lugar de a ese cocinillas con aire de cherokee.

Al ver a Cristina Pedroche, al contemplar ese aire ajamonado suyo que transmite sensualidad y frescura a partes iguales, los clientes del bar y los jóvenes del barrio que un día la vieron pasar, carnal y cercana, junto a ellos, sueñan con lo que debe ser acabar el día entre los brazos de una mujer así. Después de todo, y vista la endiosada y sofisticada artificiosidad de tantas y tantas guapas, diosas del mírame y no me toques y del cuidado al besarme que se me va el maquillaje, la naturalidad un pelín barriobajera de la Pedroche actúa como una especie de afrodisíaco hecho especialmente para la gente que siempre tuvo sueños pero dentro de un orden y que, a la hora de pensar en el sexo, siempre receló de los aires parisinos, de la sofisticación neoyorquina y de la petulancia un poco sobradita de esas modelos que dieron sus primeros pasos tambaleándose por Hyde Park.

Cristina Pedroche es el polvo en el asiento de atrás, el magreo en el ascensor y el chupetón en el cuello. Cristina Pedroche es esa hermana pequeña de nuestro mejor amigo a la que siempre hemos mirado un poco como miraba Óscar Ladoire a Francesca Neri en Las edades de Lulú, la película con la que Bigas Luna versionó la famosa novela de Almudena Grandes. Pero Cristina Pedroche no es Lulú. Lulú tenía un algo de morbosamente inocentón. A la Pedroche no le vemos ese aire de inocencia. La belleza de Lulú era una belleza un poco vaporosa, un poco sutil, un poco europea. La de Cristina Pedroche es una belleza un poco más racial, bastante más hispana y rojigualda. Lulú podría ser Emma Bovary. Cristina Pedroche, de ser alguien que no fuera ella misma, sería Carmen, la gitana cigarrera que hacía enloquecer de amor a los hombres. La Pedroche sólo hará lo que le guste y plazca porque ella, a la edad en que Lulú es desvirgada por el sátiro de Pablo, ya sabía seguramente todo lo que hay que saber sobre el sexo.

Cristina Pedroche, hija de un barrio popular como el vallecano de Entrevías, lleva el barrio en las carnes y en el habla. Y en el barrio las cosas importantes de la vida se aprenden pronto. Las chicas de barrio no guardan su virginidad como un bien preciado que entregar al príncipe azul. A las chicas de barrio les pesa la virginidad como una barrera que les impidiera disfrutar de un placer que, en principio, es gratis y que, por tanto, está al alcance de cualquiera, se sea de alta alcurnia o de baja ralea.

Ahora, cuando Cristina Pedroche roza la treintena (este año cumplirá los 29), la famosa presentadora de televisión es una de las mujeres más deseadas del país. Los hombres, en el bar del barrio, siguen preguntándose mientras apuran el carajillo y juegan al mus cómo debe ser Cristina Pedroche follando. Los hombres, en el bar del barrio, mientras siembran el suelo de huesos de olivas, servilletas arrugadas y alguna que otra cáscara de cacahuete, sueñan con averiguar de una vez por todas qué se esconde bajo esas transparencias de Plaza del Sol y carillón bajando que en estos últimos fines de año han dejado sin aliento a todos los que a duras penas somos capaces de comer las uvas sin atragantarnos. Los hombres, en el bar del barrio, mientras discutimos sobre si Messi o sobre si Cristiano, sobre si Pablo o sobre si Íñigo, o sobre si Susana o sobre si quien sea, soñamos con Cristina Pedroche desnuda como si todavía fuéramos los adolescentes que tras verla pasar, con la carpeta bajo el brazo, camino del instituto, guardábamos la estampa en nuestra memoria para después, en la soledad de nuestro cuarto, masturbarnos como sólo los adolescentes saben hacerlo.