La culpa de soñar con una lolita

No nos andaremos con rodeos. Ya nos ponías cachondos mucho antes de que leyéramos tus declaraciones. Ya habíamos tenido más de una ocasión de llevarnos por las ensoñaciones más turbias cuando te habíamos visto, convertida en Ruth, por los pasillos del instituto Zurbarán en la serie Física y Química. Habíamos callado entonces nuestro deseo. La persecución de lolitas sigue sin estar bien vista y, sobre todo, sigue estando catalogada como delito. Y las leyes, faltaría más, están para cumplirlas. Al menos cuando acarrean penas de cárcel. La libertad es uno de nuestros mayores bienes y es nuestra obligación cuidarlo al máximo. Una cosa es que, gracias a la magia narrativa de Vladimir Nabokov, podamos comprender el amor de Humbert Humbert por aquella Lolita, nínfula de metro cuarenta y ocho de estatura, que era fuego de sus entrañas y pecado suyo; y otra que los padres de las adolescentes con las que nos cruzamos por la calle no estén en su justo derecho de llevarnos ante la justicia (en el mejor de los casos) o de desear aplicarnos por propia mano terapias de electroshock y otros métodos propios de la policía de Videla al saber de cómo nuestras miradas libidinosas y nuestros pensamientos lúbricos mancillan, de alguna manera, la virginidad aparente de las niñas de sus ojos.

Callamos por ese motivo, Úrsula Corberó, el deseo que desde siempre hiciste nacer en nosotros. Y eso que tú, Úrsula bonita, no nos lo ponías fácil. En cada una de tus miradas intuíamos una invitación a la concupiscencia y en cada sonrisa, una prometedora picardía. La culpa revoloteaba sobre nuestra imaginación erótica y eso frustraba que nuestro deseo pudiera echarse a volar con absoluta libertad. Y un deseo que no vuela libre no es exactamente un deseo, sino el manjar predilecto de la frustración. De ese deseo cohibido y cargado de culpa es de lo que se alimenta la jodida frustración y nosotros, Úrsula Corberó, sentíamos en la boca ese sabor a col hervida que tiene la frustración cada vez que, deseándote, debíamos callar el nombre del objeto de nuestro deseo para, de ese modo, no infringir las normas que la ley impone para delimitar aquellos territorios en los que el deseo puede campar más o menos a sus anchas y aquellos en los que el deseo siempre será un intruso digno de colgar por el cuello en la rama de cualquier árbol.

Un baile y un baño

Tuvimos que cargar con ese silencio y ese disimulo hasta que confluyeron dos factores para que, entonces sí, pudiéramos liberarnos de todo tipo de culpa cuando pensábamos en ti y te imaginábamos desnuda, follando, entregada a libaciones de néctares prohibidos, emputecida y viciosa, libre como sólo puede serlo una mujer que, bendita ella, asume su sexualidad y su deseo y se dispone a disfrutarlo sin dilemas morales ni sentimientos de culpa que valgan, sólo atendiendo a lo que su cuerpo solicite en cada momento.

¿Qué factores fueron los que, Úrsula Corberó, nos permitieron quitarnos el sentimiento de culpa que nos causaba el deseo hacia esa nínfula que durante mucho tiempo fuiste para nosotros? El primero de ellos fue un baile. Concretamente, el que te marcaste en El hormiguero, el programa de Pablo Motos. Aún te vemos allí, Úrsula Corberó, sacando morritos, provocando al personal, dibujando una sonrisa quizás de envidia en el rostro de nuestra admirada Amaia Salamanca, haciendo babear al pelirrojo guasón, cimbreándote como si de Beyoncé te trataras, poniéndonos a mil con una simple camiseta azul con un inmenso corazón estampado en ella y un tejano que se encargaba de demostrar hasta qué punto un bello culo de mujer (y el tuyo lo es mucho) puede ser excitante para un hombre, sobre todo cuando esa mujer decide palmeárselo provocativamente mientras baila… Qué difícil no imaginarte en aquel momento, Úrsula Corberó, doblada sobre nuestras rodillas con el culo en pompa y ofrecido al castigo que sobre él quisiera imponer nuestra mano. Aquel día, mientras soñábamos con aquella sesión de spanking, nos dimos cuenta, Úrsula Corberó, de que ya no eras la nínfula que habías sido y de que se te podía desear a placer y sin disimulo. A las claras. Proclamándolo a los cuatro vientos. Diciéndole a quien quisiera escucharnos que Úrsula Corberó follando debe ser lo más de lo más, la concupiscencia hecha risa, la lubricidad hecha descaro, la vida derramándose sin complejos ni ataduras como si de una fuente inagotable se tratara.

El segundo factor que nos limpió de aquella culpa que habíamos sentido al desearte, Úrsula Corberó, fue la imagen que nos trajo de ti un anuncio de Tampax Pearl. Allí se te veía, en mitad de la noche, despojándote de tu ropa para lanzarte, desnuda, a las aguas de una piscina. Antes de lanzarte a ella esbozabas una sonrisa en la que se plasmaba toda tu capacidad de seducción, todo tu peligro, todo ese aire de niña traviesa y un poquito sucia que te convierte, seguramente, en esa mujer que ninguna madre desea ver como novia de su hijo.

El sexo sin culpas

Pero quizás es eso, precisamente, lo que más nos gusta de ti, Úrsula Corberó: tu descaro, tu manera de echarte el mundo por montera y decir “sí, me gusta follar, ¿qué pasa?”. Ese sexo concebido sin sentimiento de culpa, ese sexo entendido como actividad lúdica, ese sexo que no tiene que pedir disculpas y que es concebido como una gran fiesta. Tus declaraciones, ésas de las que hablábamos al inicio de este artículo, lo dejan bien claro cuando resaltan cómo muchos de los actores y actrices de Física y Química os juntabais fuera de los horarios de trabajo, de cómo organizabais fiestas y de cómo follabais todos con todos. Bendita juventud. Bendita orgía.

Qué bello canto a la vida el de esas declaraciones, Úrsula Corberó. Qué manera de provocar a quienes a diario y por cualquier motivo (moralistas de pacotilla, sepulcros blanqueados, impotentes del alma) alzan los brazos al cielo y se rasgan las vestiduras cuando te oyen decir cosas así o te ven bailar, divinamente provocativa, en un programa de televisió, mientras, en la culpable soledad de sus lavabos, se la pelan pensando en la belleza del culo de Úrsula Corberó o en la tentación demoníaca de tus labios, esos labios que tan bien saben esbozar el desprecio y que también, seguro, deben ejecutar la mejor de las mamadas.

Quizá esos “macarras de la moral”, que diría el cantante, te deseen en secreto y te desprecien en público sólo para esconder hasta qué punto la culpa arraigó desde siempre en su concepción del sexo y para camuflar así la envidia que les causa el comprobar que, al contrario de lo que a ellos les sucede, nada en tu concepción de la sexualidad remite a la culpa. Y es que el sexo parece ser para ti tan natural, Úrsula Corberó, como el respirar. Y esa naturalidad tuya nos limpia y nos excita. No cuesta nada imaginar a Úrsula Corberó desnuda como no cuesta nada imaginar a Úrsula Corberó follando. En Úrsula Corberó la sensualidad se vuelve algo palpable e ineludible. Siempre está ahí. Y siempre, en sus manos, es un arma de seducción y de poder. Por eso triunfa en la pantalla y por eso triunfa en todos nuestros sueños. A ellos nos abandonamos para sumergirnos en la excitante fantasía de tenerte, abierta de piernas, ante nosotros. Exquisito manjar para nuestra boca, que te busca y te nombra, Úrsula Corberó.

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