Un sueño heredado de Sade

¿En qué momento sucedió eso? ¿Cuándo empezamos a sentir que nos excitaba de una manera especial la opción de mancillar lo aparentemente puro? ¿Fue quizás la lectura de Justine o los infortunios de la virtud, la famosa obra del Marqués de Sade? Aún recordamos el impacto que nos causó aquella lectura, cómo nos sobrecogieron las vivencias de la virtuosa e inocente Justine. A lo largo de la obra, esta adolescente inocentona y hasta un poco tonta es agraviada y sometida por personas de diferentes estamentos sociales a todo tipo de abusos y maltratos de tipo sexual. Muchas de las escenas descritas por el lúbrico marqués permanecen aún en nuestra memoria. ¿Cómo olvidar aquéllas en las que los monjes rijosos de una infernal abadía abusan de ella de manera casi brutal?

Aquellas escenas nos dejaban sin aliento. En cierto modo aborrecíamos todo aquel carrusel de actos depravados pero no podíamos evitar sentir cierta atracción. Morbosa atracción. Excitante atracción. Como los niños que de puro miedo se tapan los ojos con la mano pero, muertos de curiosidad, entreabren los dedos para ver a través de ellos aquello que les causa tanto miedo. Así nos sentíamos: percutidos en la moral pero sensualmente excitados.

Quizá fue entonces cuando empezamos a cultivar nuestro gusto por las cuerdas y el bondage, por los juegos con cera, por la cruz de San Andrés, por el látigo y la fusta, por las agujas, por el fuego, las pinzas y por todas esas cosas que son propias del BDSM y que empezaron a subyugarnos con aquella lectura y las que vinieron después. Todas ellas nos pusieron a la busca y a la espera del día en que por fin halláramos a nuestra Justine privada, a esa muchacha de apariencia inocente a la que podríamos mancillar hasta dar salida a todos los deseos que el perverso Sade había sembrado en nosotros.

Y entonces llegaste tú, Anne Hathaway, y nosotros supimos que había concluido la espera. Por fin había llegado a nosotros aquella mujer de apariencia inocente a la que queríamos mancillar con los actos lúbricos y desatadamente inmorales de nuestro deseo. Nos lo decían tus grandes ojos con su mirada casi infantil. ¡Cuánta dulzura puede desprender esa mirada, Anne Hathaway! Y cómo nos gustaría cambiarla por esa otra mirada excitada y cachonda que hemos visto en otras mujeres que están gozando de sexo del bueno, de ése que no conoce de otras barreras que no sea el sentido común y una safeword cuidadosamente seleccionada. Es ésa la mirada que queremos ver en ti, Anne Hathaway: la mirada desorbitada del gozo extremo, la mirada extraviada de quien siente cómo su cuerpo entero está siendo recorrido por la sensación casi enloquecedora del placer más intenso que el cuerpo humano puede soportar.

Anne Hathaway, nuestra esclava para BDSM

Nos excitan mucho tus labios carnosos, la luminosidad de tu generosa sonrisa, tu piel blanquecina… Somos de los que creemos que, publicitando en exceso la belleza de la piel bronceada, se ha desprestigiado inmerecidamente esa piel blanquecina que siempre hemos creído que es uno de los signos distintivos de la mujer ninfómana. No vamos a decir que tú lo seas, pero sí que intuimos que tras esa apariencia inocente y virginal que transmites se esconde una mujer a la que le gusta (y mucho) disfrutar de las mieles del sexo. Que eres una mujer ardiente, vamos. Tus looks parecen querer confirmarlo. Te hemos visto bajar de un gran vehículo, vestida elegantemente con un hermosísimo vestido, sin bragas, exhibiendo la maravilla de tus partes más íntimas, ésas en las que queremos hundir nuestros labios. Te hemos visto lucir vestidos que prácticamente dejaban al aire tus maravillosos pechos. Hemos visto tus pezones insinuándose, desafiantes, bajo un vestido de gala en una ceremonia de los Oscar.

Los pezones de Anne Hathaway, nos dijimos entonces, son los pezones de una mujer ardiente. Los pudimos ver, coronando tu bellísimo pecho, en unas escenas de Amor y otras drogas (Lover and other drugs). Nos maravilló su aspecto compacto. Intuimos su dureza y escogimos esos pezones como un sueño imposible para nuestros labios, para nuestra lengua, para nuestros dientes. Ellos, en ese sueño, mordisquearían esos pezones para hacer subir tu temperatura hasta que tú misma te despojaras de todo aquello que te vuelve artificial (toda esa ropa que tan bien acostumbras a lucir) para mostrarte tal y como eres: desnuda y fogosa, dichosa esclava de todos nuestros caprichos.

Sería entonces, con Anne Hathaway desnuda, como nosotros haríamos por fin realidad aquel sueño típicamente BDSM que Sade introdujo en nosotros cuando en el siglo XVIII escribió aquellos textos incendiarios que cambiaron nuestra imaginación sexual para siempre. No describiremos las escenas que él ya describió de manera magistral pero sí diremos que, aquél que quiera imaginarlo, no podrá hacerlo imaginando a Anne Hathaway follando. Para hacerlo, deberá imaginar a Anne Hathaway follada, a Anne Hathaway sumisa, a Anne Hathaway esclava.

Y es que no podemos dejarte la iniciativa, Anne Hathaway. No podemos dejar que seas tú quien marques el ritmo e impongas las leyes de nuestro encuentro erótico. Si lo hacemos, acabaremos seducidos por tu aspecto de niña bien y pura, de niña casi virginal que conseguiría enamorarnos hasta convertirnos en la sombra de lo que siempre fuimos, calzonazos olvidados de nuestros sueños sádicos. Debemos ser nosotros, por tanto, quienes decidan las reglas; nosotros quienes las impongan; nosotros quienes determinen qué postura adoptarás para que nosotros lleguemos y entremos en ti sin contemplaciones, niña virginal y bella, casi reencarnación 2.0 de Audrey Hepburn, mosquita muerta de coño ardiente, Justine de nuestros sueños BDSM, bella Anne Hathaway tanto tiempo esperada y al fin hallada.

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